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La soledad infinita del vampiro

En esta nueva versión de Nosferatu, Robert Eggers (La bruja, El faro) revitaliza la figura del vampiro y lo convierte en un espejo de nuestras propias obsesiones y soledades.

 

La tarea de Robert Eggers no era sencilla: traer de vuelta a Nosferatu para un público contemporáneo, uno cada vez más exigente y con mayor conocimiento del género de terror. Inspirada en el Drácula de Bram Stoker, esta nueva versión dialoga directamente con la obra expresionista de F.W. Murnau de 1922, respetando su espíritu mientras encuentra su propia voz.

Eggers, conocido por su meticulosa dirección en películas como The Witch (2015), The Lighthouse (2019) y The Northman (2022), imprime aquí su sello característico: un estilo visual exquisito y una narrativa profundamente inmersiva. La primera secuencia de Nosferatu es un manifiesto en sí misma, marcando el tono de la película. Una seguidilla de imágenes que nos desconciertan, nos estremecen por su belleza y nos repugnan al mismo tiempo. El director muestra sus cartas y como espectadores quedamos fascinados con el mundo gótico al que nos proponen ingresar. 

El comienzo de la historia refiere a Thomas Hutter (Nicholas Hoult), un joven agente inmobiliario, que es enviado por su jefe al misterioso castillo del conde Orlok en Transilvania para gestionar una transacción comercial. Sin embargo, lo que comienza como un viaje de negocios pronto se convierte en una pesadilla repleta de horrores que ya habían tejido su historia mucho antes de su llegada y que tienen como protagonista a su esposa Ellen Hutter. 

El conde Orlok, interpretado por Bill Skarsgård, ha sido una figura cuidadosamente resguardada en la promoción de la película, y ese misterio es uno de los grandes aciertos de Eggers. Visualmente, Orlok se aparta de las versiones tradicionales del vampiro, ofreciendo una apariencia inesperada que, junto con una voz profunda e hipnótica, captura al espectador desde el primer momento.

Aunque la historia del vampiro es conocida, Eggers logra destacar un elemento que siempre ha estado presente en los acercamientos a Drácula, pero que aquí se convierte en la esencia del relato: el erotismo desbordante. Este aspecto impregna cada imagen y es clave en el vínculo entre Orlok y la melancólica Ellen, interpretada por Lily-Rose Depp. La relación entre ellos es una mezcla de obsesión y horror que convierte a ambos en monstruos a su manera: el vampiro, cuyo deseo lo acerca a la destrucción, y Elena, una joven atormentada y condenada por su propio deseo. 

Eggers explora la represión y el tabú en torno a la sexualidad femenina. Elena, constantemente juzgada por sus crisis “espasmódico-orgásmicas”, recuerda cómo su padre las definió como un pecado. Lo obsceno –aquello que permanece fuera de escena pero que no por ello deja de existir– se vincula aquí a la experiencia femenina, reforzando una narrativa de deseo obsesivo y relaciones tóxicas. Orlok, el amante más intenso de Elena, es también el destructor de todo a su paso, una figura que encarna la soledad infinita del monstruo incapaz de amar sin sembrar soledad a su paso.

Mención aparte para el memorable papel de Willem Dafoe, quien interpreta al Profesor Albin Eberhart Von Franz, un estudioso de las ciencias ocultas que equilibra la película con su interpretación, aportando un respiro justo cuando la atmósfera amenaza con volverse sofocante.

Visualmente, la película es un festín gótico. Eggers nos entrega cuadros brutales y explícitos, sin sacrificar la elegancia que caracteriza su filmografía. Desde los detalles más minuciosos hasta los escenarios grandilocuentes, cada imagen está diseñada para mantener al espectador inmóvil en la butaca, inmerso en un mundo donde el deseo y la destrucción están hermanados.

La obsesión destructiva y la consumación del deseo como única vía para restaurar el orden son el eje central de la película. 

Nosferatu se integra de manera orgánica en la filmografía de Robert Eggers, sin buscar imponerse como un enigma inaccesible para el espectador. Es impactante como digerible, sin sacrificar la densidad emocional y estilística que caracteriza al director

Si algo define a esta versión de Nosferatu es su capacidad para renovarse sin traicionar su esencia clásica. La visión de Eggers revitaliza la figura del vampiro y lo convierte en un espejo de nuestras propias obsesiones y soledades. Verla en una sala de cine nos regala momentos de entrega al miedo y al placer que de seguro van a ser valorados por los amantes del género. Los últimos minutos de la película son equiparables con aquella primera secuencia, un estallido de horror, repugnancia y belleza como solo Eggers sabe entregarnos. Una obra de esta talla merece ser experimentada, sin dudas, en pantalla grande.