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Donde los perros no ladran

Tras su paso por la Competencia Argentina de Bafici, Una casa con dos perros, ópera prima de Matías Ferreyra, llega a los cines este jueves. En plena crisis Argentina del 2001, Manuel siente que su familia no es un lugar seguro, y pronto encuentra en la complicidad con su abuela un particular e inesperado modo de resistir.

 

Articular un relato vinculado al 2001 implica un riesgo evidente en Argentina. La sobreexposición del tema, su frecuente tratamiento en el cine, hace que toda nueva aproximación corra el peligro de caer en lugares comunes o en una repetición sin relieve. Sin embargo, Una casa con dos perros, ópera prima del cordobés Matías Ferreyra, logra sortear con soltura esos peligros. ¿Cómo lo consigue? Con una decisión clave: narrar la crisis desde el punto de vista de la infancia. No desde la denuncia, ni desde el golpe directo al estómago, sino desde la mirada atenta de quien aún no sabe configurar del todo lo que está viendo pero que guarda un entendimiento trascendental de lo vivido. Una mirada que no se queja ni llora: espera, observa. Y en esa espera, algo profundamente conmovedor se activa.

La película nos sitúa en plena crisis argentina de 2001. Manuel y su familia deben mudarse a la casa de su abuela, “la Tati”, una mujer excéntrica que, como nos advierten desde el principio, ve cosas que nadie más ve. Allí también vive el tío Raúl y –aunque ya no esté– un perro que acaba de morir. La casa, como la película, es un espacio cargado: de duelo, de tensiones no resueltas, de vínculos inestables. La llegada de la familia desata una silenciosa pero firme guerra por los espacios. Y Manuel, atrapado entre adultos y sus fracasos –que son los de todo un país–,  encontrará en su abuela una complicidad inesperada, y un modo peculiar de resistir.

Desde su primera escena, Ferreyra nos entrega claves del relato: el calor agobiante, la quietud forzada, la frustración como ruido de fondo. La infancia en tiempos de crisis se vuelve aquí disparadora, pero no para construir miserabilismo, sino para abrir una pregunta sangrante: ¿qué sucede con la inocencia cuando el mundo se desmorona?

El vínculo entre Manuel —interpretado con inquietante naturalidad por Simón Boquite Bernal— y la Tati —Magdalena Combes Tillard, magnética— estructura el corazón de la película. Ella no es la típica abuela: no es tierna por defecto ni está allí para redimir al resto. Es esquiva, intuitiva, por momentos perturbadora. Actúa desde sus propios deseos, incluso desde sus heridas, y en esa complejidad encuentra una profundidad que evita toda caricatura. Es hermosa y horrible al mismo tiempo. Como tantas cosas que nos marcan en la infancia.

Una casa con dos perros es una película sobre la familia en crisis, sí, pero no en clave panorámica sino en plano detalle. Su foco está puesto en la experiencia íntima, en el roce de los cuerpos, en las miradas que no encuentran palabras. Todo en el relato se construye desde el punto de vista de Manuel, cuya necesidad de aprender, jugar y entender su mundo se impone incluso cuando ese mundo parece cerrado y hostil. La incomodidad del hacinamiento, la exclusión de ciertos espacios de la casa, las reglas que cambian sin previo aviso: todo queda registrado en esa cámara que acompaña sin invadir.

Los perros —presentes o ausentes— funcionan como símbolos silenciosos: uno acaba de morir, otros quizás estén escondidos, pero su huella es constante. No casualmente la película inicia con una escena que vincula al niño con lo animal, y esa conexión no se pierde nunca. Como la inocencia, los perros parecen sobrevivir entre escombros, agazapados, esperando su momento.

El universo lúdico de la infancia se yuxtapone con el de los adultos taciturnos, cansados de sobrevivir, y es en ese cruce donde se instala la Tati, la otredad que no se ajusta a la lógica de ninguno de los dos mundos. Capaz de ternura y de crueldad, de lucidez y de desvarío, ella encarna el tipo de personaje que desordena cualquier narrativa para volverla más rica. Ferreyra se permite incluso una escena onírica, de corte pesadillesco, que irrumpe en el tono realista con una libertad celebrable. El relato, siempre contenido, se abre aquí a una dimensión más simbólica, más sucia, más peligrosa. Y ese atrevimiento se agradece. 

Una casa con dos perros es una ópera prima sensible y precisa, que trabaja con la sutileza de lo pequeño para hablar de lo estructural. El modo en que encuadra la intimidad familiar, sin grandilocuencias ni golpes de efecto, revela una madurez poco frecuente en los debuts. Ferreyra filma desde el silencio, el calor, los gestos y los bordes de lo inexplicable, y en esa elección encuentra su mayor potencia. Una película digna de ser vista en pantalla grande, donde cada plano respira con la densidad justa, y donde el espectador –como Manuel– debe entregarse a la experiencia, sin certezas, pero con todos los sentidos abiertos.