Sean Durkin escribe y dirige La garra de hierro, basada en la historia real de una legendaria familia dedicada a la lucha libre profesional. Con Zac Efron en estado de gracia y Jeremy Allen White en un potente secundario, la película combina un impresionante despliegue físico con un drama conmovedor sobre la unión entre hermanos, la destructiva influencia del mandato paterno y la necesidad de afecto de los hombres duros que –por supuesto– también lloran.
La primera secuencia de La garra de hierro remite inmediatamente a otra película sobre deportes de combate: la icónica Toro salvaje, de Martin Scorsese. En áspero blanco y negro, Fritz Von Erich (Holt McCallany) libra en un cuadrilátero rodeado de oscuridad el que será uno de sus últimos encuentros de lucha libre profesional (en inglés, pro wrestling). Una vez terminada la presentación, se encuentra con su esposa Dottie (Maura Tierney) y sus hijos pequeños y los sorprende con un auto nuevo. Dottie cuestiona la compra: su ajustada situación económica no permite gastos temerarios. Fritz, seguro de sus éxitos futuros, minimiza la preocupación. No sabe todavía que jamás podrá alcanzar su mayor aspiración –ganar el Campeonato Mundial Peso Pesado de la NWA– y que su ambición, que continuará en una avasallante presión sobre sus hijos, traerá la desgracia para toda la familia.
Una de las ideas extendidas sobre el wrestling es que se trata de un deporte “de mentira”. Sean Durkin se encarga de ponerlo en boca de Pam (Lily James), en una tierna escena que narra su primera cita con Kevin (Zac Efron), el protagonista. Él se ofende un poco y lo desmiente: el wrestling no es “mentira”, es una performance que combina el despliegue físico auténtico con la comunión entre los atletas, que dan cuerpo a un relato guionado orquestando los movimientos que ejecutarán dentro del ring.
Como toda ficción, el wrestling requiere de la suspensión de incredulidad (que recibe el nombre específico de kayfabe). Se asumen roles con ciertas características que se mantienen dentro y fuera del ring, generando rivalidades que alimentan la narrativa. Astutamente, Durkin traslada este concepto a su propia ficción, en una especie de mamushka. El prisma que elige para contar la historia real de la familia Von Erichs (tan terrible que tuvo que atemperar varios elementos para hacerla verosímil) es el de una tragedia sobre asumir los roles que dicta la tradición familiar. Kevin da todo de sí para continuar el legado de su padre y conquistar el título que nunca alcanzó, a la vez que se adjudica el papel de hermano mayor dando anclaje emocional a sus hermanos (Jeremy Allen White, Harris Dickinson y Stanley Simmons).
En una trágica ironía, este papel no le corresponde: el auténtico hermano mayor, Jack Jr. (Romeo Newcomer), murió cuando era apenas un niño. Otro indicio de la maldición que, según las malas lenguas, rodea a la familia. Algo de ese estadío infantil del hijo ausente parece haberse desplazado a Kevin, a su inocencia y la simplicidad de alguien que nunca pudo proyectar un horizonte más allá del disciplinamiento y la manipulación del padre. Hasta la maniobra que da título a la película forma parte de la herencia paterna que los hermanos tienen la obligación de defender y arrastrará a la mayor parte a un destino trágico.
Como el wrestling, el cine cuenta con nuestros anhelos y deseos. Sean Durkin encuentra en la historia real de los Von Erich la posibilidad de liberar a Kevin del rol asignado redescubriéndose ya no como hijo ni como hermano sino como padre, construyendo en su propia familia un horizonte nuevo de ternura. Kevin, ese gigante de enorme corazón, llora y nosotros lloramos también porque el cine le ha dado algo que rara vez encontramos en la realidad: una revancha.
Andrés Brandariz