Donde el blues se vuelve niebla
En Pecadores, Ryan Coogler y Michael B. Jordan (en partida doble) mezclan el blaxploitation, el musical, y el horror vampírico y carpenteriano en un thriller que le da una vuelta de tuerca al cine de género con una notable carga emocional y textura histórica.
“The only boy who could ever teach me
Was the son of a preacher man
Yes, he was, he was, ooh, yes, he was…”.
Dusty Springfield
Edgar Wright, el director de la trilogía Cornetto, escribió en su cuenta de instagram la semana pasada que Pecadores es una película que ofrece muchas sorpresas, que tiene una de sus escenas favoritas en lo que va del año (dijo que al ver la película, te das cuenta cuál es), que no hay que irse de la sala durante los créditos finales, y que hay que verla en una pantalla grande con volumen alto.
Todo esto es cierto. Pese a avances bastante reveladores, Pecadores es una película que logra sorprender mucho, y la escena que menciona Wright es sin dudas una fiesta, una celebración (literal) del cine, la música y sus posibilidades emocionales y espirituales. Cuerpos en trance, fuego, y una banda sonora que evoca distintas épocas. Además, la acción intensa y visceral exige un visionado en salas, en las mejores condiciones posibles.
Pecadores es sin dudas, uno de los estrenos del año, con el mérito adicional de ser una historia original, que no está basada en ninguna franquicia pre-existente. En un panorama plagado de remakes, reboots, y donde el valor del cine parece estar reducido al valor de una IP, Pecadores no deja de trabajar con elementos familiares, pero en la combinación de los mismos logra un resultado mucho mayor que la suma de las partes.
Coogler, por supuesto, no es alguien ajeno a la gran maquinaria de Hollywood. Viene de trabajar en Creed y en dos películas de Pantera Negra para Marvel/Disney. En ambas ocasiones, logró trascender tanto el cine de deportes como el cine de superhéroes para lograr relatos con gran profundidad emocional, con personajes entrañables y ejes internos de deseo que logran atrapar al espectador. Estas cualidades, junto a vistosas colaboraciones para la cinematografía y la dirección de arte, dieron como resultado películas destacables en sus respectivos géneros.
Pecadores reúne a Coogler con su colaborador habitual Michael B. Jordan, que en esta ocasión encarna a dos hermanos gemelos, Smoke y Stack, que regresan al Delta del Mississippi luego de trabajar varios años para la mafia de Chicago en los años ‘30. Vuelven con muchos dólares, mucho alcohol, y muchas ganas de instalar un nuevo espacio de fiesta para la población afroamericana, un lugar donde la gente puede bailar, escuchar blues, y transpirar hasta oler mal.
Sammie (Miles Caton) es el hijo del predicador local, que le advierte que abandone sus deseos de tocar la guitarra y cantar blues para borrachos y pecadores, que el blues es el camino del diablo. No está del todo errado: el prólogo de la película explica cómo algunos músicos tienen la capacidad de trascender el plano terrenal para invocar con su música espíritus del pasado, presente y futuro. Algunos espíritus pueden ser malignos. Algunos, también, pueden venir en forma de criaturas de la noche con colmillos, vulnerables al ajo, a las estacas de madera, al sol, que solo pueden entrar si se los invita.
Ni el trailer ni la propia película se encargan de ocultar mucho que Pecadores es una película de vampiros, con una premisa que recuerda tanto al John Carpenter de películas como Asalto al Precinto 13 o Del Crepúsculo al Amanecer, de Robert Rodríguez. En esta última, los protagonistas también terminan encerrados en un lugar de juerga resistiendo un asedio monstruoso hasta que salga el sol. Pero mientras que otros directores pondrían el acento en los monstruos, el gore, la acción (y de eso no falta en esta película, ojo), Coogler aprovecha el elemento sobrenatural del cine de género para hacerlo dialogar también con la espiritualidad inherente en la música negra (blues, pero también gospel y ragtime), como forma de liberación de la opresión causada por el racismo, la criminalización, la segregación.
No resulta arbitrario entonces, que los vampiros tengan que pedir permiso para entrar a la fiesta privada de los hermanos Smoke y Stack. Ese espacio es un refugio para la población afroamericana del Delta, un espacio privado, íntimo, donde sólo pueden entrar quiénes ellos permitan. Tampoco resulta arbitrario que los vampiros que intentan invadir, un trío inicialmente, son un inmigrante irlandés (inicialmente cazado por nativos americanos) y dos presuntos miembros del Ku Klux Klan. El mito del vampiro funciona para Coogler entonces como una forma de explorar tensiones raciales, así como también una diversidad de géneros musicales (los vampiros intentan venderse inicialmente como músicos para entrar, pero naturalmente no tocan blues).
Hailee Steinfeld, normalmente conocida por sus roles de heroína juvenil, termina siendo una suerte de femme fatale en un giro inesperado para sus papeles habituales. Es protagonista de una de las múltiples escenas eróticas, en una película que además de estar cargada de elementos sobrenaturales, de acción, disparos, violencia y comentario político, también aprovecha para ser bastante sensual y sudorosa. Dicho mal y pronto, mucha gente se la pasa teniendo sexo: no solo Stack con su ex novia Mary (Steinfeld) sino Smoke con Annie, su ex mujer con sensibilidad para lo espiritual (y quién termina explicando a los demás la mitología vampírica), y el hijo del predicador con Pearline, otro personaje con inclinaciones musicales, poniendo en práctica algunas enseñanzas recibidas durante la preparación del evento central de la noche. Coogler se encarga de vincular las múltiples aristas que pueden unir la música, la sexualidad, la historia y la violencia física y social en un cóctel tan eléctrico como el mejor solo de guitarra, y que termina en un epílogo tan inesperado como cálido. Al contrario de un vampiro, la música no requiere permiso para entrar: su presencia misma es una forma de resistencia.