En El viento que arrasa, su película más reciente, la directora Paula Hernández adapta una novela de Selva Almada ambientada en el litoral.
En algún lugar del territorio del litoral, un destartalado Renault 12 atraviesa la llanura bajo un sol abrasador. En ella viaja el Reverendo Pearson (Alfredo Castro), un carismático predicador que recorre el territorio sanando endemoniados. Lo acompaña Leni (Almudena González), su hija adolescente y ayudante, quien de a poco se ha vuelto experta en sumar fieles a la iglesia para la cual el Reverendo realiza sus misiones. Un azaroso (tal vez milagroso) desperfecto los obligará recalar en el taller de un rústico mecánico (Sergi López), que resiste la intemperie en medio de la nada. El hombre no trabaja solo: lo asiste su hijo, Tapioca (Joaquín Acebo), un joven sin educación formal y con profundas inhibiciones. El Reverendo encontrará en el chico un nuevo acólito; Leni, la apertura a un mundo nuevo.
En apariencia, la Paula Hernández de El viento que arrasa parece abandonar sus obsesiones y abrazar las de Selva Almada, autora de la novela que adapta: la exuberancia y los peligros del paisaje litoraleño, el calor y la herrumbre asfixiantes que lo convierten en una sucursal del infierno; la presencia solapada de fuerzas más allá de lo terrenal, repartiéndose las almas de los vivos y los muertos. Sin embargo, Hernández recoge, en medio del diluvio universal, un hilo temático que continúa el que unía a sus películas anteriores, Los sonámbulos (2019) y Las siamesas (2020): la familia y, más precisamente, la lucha de los hijos por despegarse del sendero que trazan los padres. Procurando evitar, en palabras de su autora, el retrato maniqueo de las devociones populares y la tarea del predicador, El viento que arrasa es una película sobre las familias, pero también sobre buscar la salvación en donde sea, como sea, en un mundo siempre hostil.
Andrés Brandariz